Los populismos latinoamericanos son el fantasma que se agita dentro y sobre todo fuera de América Latina como causa o amenaza de todos los males presentes y futuros. Hoy, tras las derrotas de Humala en Perú y de López Obrador en México la “comunidad internacional” parece más sosegada. Pero le queda por delante un buen período de inquietud. Quizás sea el tiempo de tomarse en serio a los populismos, es decir, de tratar primero de entenderlos. Preferimos hablar de populismos en plural para expresar, en primer lugar, la heterogeneidad del fenómeno. Hay populistas de derecha –Uribe– y de izquierdas –Evo, Castro o López Obrador–; hay populistas que se han declarado no ser de derechas ni de izquierdas –Ollanta Humala– y los hay que se sienten incómodos con estas clasificaciones traídas de la Revolución Francesa –Chávez–; hay presidentes que unas veces son clasificados como populistas y otras como de izquierda reformista –Kirchner–. Por lo demás, hay populistas de hoy y hubo populistas en un ayer nada lejano –América Latina entre 1930 y 1960– que aún están bien presentes en el imaginario colectivo de muchos/as latinoamericano/ as.
El populismo es un fenómeno que se resiste a las definiciones. Bonilla y Páez, dos buenos estudiosos del tema, lo han caracterizado como “una vieja tradición política que interpela al pueblo, que rompe con los convencionalismos del establishment, que tiene la habilidad de usar múltiples ideologías, que eventualmente moviliza a las masas, y que generalmente se organiza detrás del carisma de un caudillo”. Esta caracterización es una buena primera aproximación, aunque fría: no nos transmite las razones por las que los populismos reverdecen con tanta facilidad y pasión en América Latina; no nos dice nada de por qué los populismos –teniendo raíces innegables y hasta expresiones actuales en Rusia, Europa y Estados Unidos– han encontrado sus terrenos más abonados en América Latina. En realidad, el populismo es uno de esos fenómenos que se deja describir pero no definir. Y para describirlo hay que acudir a su historia.
Recomendamos un trabajo de Alberto Methol Ferré (elaborado fuera de los circuitos intelectuales transnacionales, pero emanado de la entraña histórica misma de la región), América del Sur: de los Estados-ciudad al Estado Continental Industrial. Partiendo de la vieja frase de Perón, “el siglo XXI nos encontrará unidos o dominados”, Methol indaga la generación de latinoamericanos que a principios del siglo XX empezaron a repensar la unidad continental. El uruguayo Rodó que en 1900 publica Ariel es el primer gran propulsor de la unidad moral e intelectual de América Latina que plasmó en su propuesta de Nación de Repúblicas Confederadas retomando así el proyecto histórico que se le abortó a Bolívar en 1826. En 1910 el argentino Manuel Ugarte ofrece la primera síntesis histórica y política de América Latina en su El Porvenir de la América Española. En 1911 apareció La Evolución Política y Social de Hispanoamérica del venezolano Rufino Blanco Fombona. En 1912 se publicó Las Democracias Latinas de América del peruano Francisco García Calderón. El estudiantado universitario fue el gran dinamizador de estos nuevos ideales de unión. El estudiantado a través de sus revueltas, movilizaciones y congresos fue el primer exponente del latinoamericanismo y de él surgió también la gran marea nacional populista.
La primera transformación de estas elaboraciones intelectuales y movilizaciones en proyecto político se debe a Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador y padre de la Alianza Popular Revolucionaria Americana, el APRA. El populismo de Haya de la Torre es un primer intento de construir o avanzar el Estado y la nación en Perú. A él se debe la primera teorización política sobre las “polis oligárquicas” que es lo que existía debajo de los rótulos de las “naciones” latinoamericanas. Éstas eran en efecto Estados-ciudades antiguos que controlaban espacios gigantescos agro-minero- pecuarios exportadores. “Eran países anacrónicos en sus bases, enormemente ricos, pero de una riqueza sin potencialidad porque los inventos eran de otros. No podíamos exportar nada con valor agregado suficiente. Con una gigantesca renta agraria o minera comprábamos los objetos de la modernidad, teníamos la mímica de la modernidad, pero nada más” (Methol).
Entonces surgió una generación de latinoamericanos que se propusieron convertir la mímica en realidad. Todo ellos fueron nacional populistas. Pero ya entonces el populismo fue decretado inferior, aunque bien mirado es “el único pensamiento político que surgió en América Latina desde sí misma y generó a Haya de la Torre en Perú, a Vargas en Brasil, a Perón en Argentina, a Ibáñez en Chile, a Lázaro Cárdenas en México, a Rómulo Betancourt en Venezuela” (Methol), a Velasco Ibarra en Ecuador, a Gaitán en Colombia y a Víctor Paz Estenssoro en Bolivia. Vargas en Brasil y Perón en Argentina fueron autoritarios. Los otros mantuvieron concepciones limitadas y relaciones ambiguas con la democracia, pero todos ellos incorporaron a la construcción de la nación y al ejercicio de la política a las masas, al pueblo, a sectores antiguos y nuevos excluidos de la participación en las viejas repúblicas oligárquicas cuya crisis social, económica y política estuvo en la base del surgimiento de los liderazgos y las políticas populistas.
Las repúblicas oligárquicas exportadoras latinoamericanas a medida que hacían crecer a sus países iban generando en las grandes ciudades portuarias masas de proletarios y empleados, artesanos, pequeños comerciantes, maestros, profesionales que se unían a las masas históricamente desheredadas en el campo o las minas… todos ellos dejados fuera de los mecanismos de representación política oligárquica. En Europa estas masas fueron encuadradas por los partidos y sindicatos socialistas y social-demócratas mediante el sufragio universal, la conquista progresiva del estado del bienestar y la transformación correspondiente del estado liberal y la economía liberal en un Estado Democrático y Social de Derecho y en una Economía Social de Mercado. Todo esto supuso un proceso de creación de nuevos actores, de luchas y de pactos, generadores de nuevas instituciones. De este modo se fue conquistando en Europa una ciudadanía universal –basada en los derechos civiles, políticos, económicos y sociales– anclada en una institucionalidad sólida.
Pero en América Latina las cosas discurrieron muy de otro modo. Por supuesto que los emigrantes especialmente del Sur de Europa trataron de encuadrar a las masas emigradas en los instrumentos políticos de sus países de origen –con un fuerte componente anarquista y socialista revolucionario–. Pero el intento no resultó porque se trataba de dos realidades completamente diferentes. Los Estados europeos existían de larga data como sistemas institucionales completos y habían realizado ya la Revolución Industrial. Los movimientos sociales y políticos europeos acabaron renunciando a sus ideales revolucionarios a cambio de una renovación a fondo de la enmohecida institucionalidad de sus viejos Estados. En contraste con ello, los Estados y las naciones latinoamericanas en realidad no eran tales. Apenas controlaban su territorio y dejaban a las grandes masas fuera de la identidad nacional, la representación política y la inclusión social. La institucionalidad de las repúblicas oligárquicas era débil y en gran parte informal. La industrialización era una tarea pendiente. En estas condiciones la movilización popular no podía hacerse desde las ideologías sino desde el proyecto político de una patria nueva: la promesa de una Nación y un Estado que incluiría a las multitudes, que les daría identidad y que les pediría su fuerza movilizadora. Esto fue lo que hizo el nacional populismo latinoamericano en sus diversas variedades. Sus líderes fueron ante todo “constructores nacionales”, aunque se trate, como veremos, de naciones y Estados que poco tienen que ver con los europeos. Su retórica fue antioligárquica y antiimperialista pero, en general, no fue anticapitalista.
Fijémonos en el caso de Perón. Argentina entre 1945 y 1955 tenía unos diecisiete millones de habitantes. La primera consigna del peronismo fue industrializar para dar ocupación y empleo a las multitudes. Se trataba de poner las rentas de la exportación de los recursos naturales al servicio de la industrialización generando un tejido empresarial industrial capaz de sustituir las importaciones. Pero aún así el mercado nacional se quedaba chico y para agrandarlo era necesario integrar las economías. Para ello, Perón, en 1951, buscó la alianza entre Argentina y Brasil como núcleo básico de aglutinación, como el motor del camino hacia la Patria Grande, hacia la unidad necesaria de América del Sur. “O unidos o dominados”. Pero la cosa no funcionó. Las razones son dos bien claras:
1) La primera es que el populismo peronista, por su propia esencia, contribuyó a construir una nación pero sobre bases institucionales muy débiles. El caudillo autócrata hizo una política distributiva y social sin duda, pero basada en el clientelismo, es decir, en la distribución de beneficios sociales a cambio de votos –la mano de Evita tendida sentidamente a los descamisados no generaba ciudadanos con derechos sociales garantizados por las instituciones del Estado. Del mismo modo, el mercado interior se protegió para las empresas nacionales en base en gran parte a criterios de lealtad política, con lo que faltaron las instituciones y las políticas incentivadoras de la productividad y de la orientación a exportar.
2) La segunda es menos evidente: se trata de constatar la imposibilidad de generar integraciones económicas efectivas entre países de muy débil institucionalidad. Cuando los Estados que se integran económicamente no han sido capaces de construir dentro de sus fronteras las instituciones de una verdadera economía de mercado, resulta casi imposible que puedan construir un espacio supranacional de mercado regido por reglas que queden fuera de la manipulación arbitraria por parte de los Estados miembros o de sus grupos empresariales o sociales más destacados. Aquí se encuentra la razón básica por la que las integraciones regionales latinoamericanas han quedado siempre por debajo de las expectativas generadas. Los populismos generan retórica de integración pero difícilmente pueden generar una integración económica eficaz precisamente porque su viabilidad política resulta incompatible con el fortalecimiento de la institucionalidad económica y jurídica que requieren los mercados eficientes. Conscientes de ello, desde antiguo, oponen el comercio de los pueblos –controlado por la discreción de los gobiernos– al libre comercio, aun si se tratara de un libre comercio bajo reglas fijadas por los gobiernos pero que éstos no pueden cambiar a capricho.
Una característica de los populismos de esta primera época es lo que se conoce como populismo económico. Suele citarse la carta que Perón dirigiera a Ibáñez en 1953: “Mi querido amigo déle al pueblo, especialmente a los trabajadores, todo lo que sea posible. Cuando parezca que ya les ha dado demasiado, déles más. Todos tratarán de asustarle con el fantasma del colapso económico. Pero todo eso es mentira. No hay nada más elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque no la entienden”. Este populismo económico alcanzó a gobiernos del inicio del proceso de democratización como fueron los de Alfonsín en Argentina, Alan García en Perú y José Sarney en Brasil. Practicaron lo que Alejandro Foxley ha llamado el “ciclo populista”: un primer año de expansión fiscal para generar mayor poder adquisitivo; un segundo año en que se paga la cuenta en términos de inflación y déficit fiscal; un tercer año con crisis económica transformada en crisis social a través de movilizaciones, y un cuarto año de abierta crisis política. Salvador Allende también practicó el populismo económico así como los Sandinistas en Nicaragua. Algunos señalan que Hugo Chávez ha sido rescatado del déficit fiscal por el abrupto incremento del precio del petróleo.
Los Estados nacional populistas, que se generalizaron en América Latina entre los años 40 y 60 del siglo pasado, hacia finales de los 60 y principios de los 70 entraron:
1) en crisis de crecimiento económico –la industrialización por sustitución de importaciones no fue capaz de sobrepasar el estadio de bienes de consumo ni de elevar la productividad ni de abrirse a mercados más amplios–,
2) en crisis social –las políticas distributivas se quedaron sin recursos y por lo demás no habían conseguido reducir significativamente la desigualdad crónica de la mayoría de países latinoamericanos–, y
3) en crisis política –la corrupción, el camarillismo y la arbitrariedad– siempre los acompañaron. Tras fuertes tensiones sociales e intentos revolucionarios varios –fue un tiempo de gran ideologización– fueron sustituidos por dictaduras militares brutales que ensayaron por primera vez un nuevo modelo de desarrollo a cargo de un nuevo tipo de Estado, el burocrático-autoritario.
Pero antes de seguir con el relato, revisemos las condiciones que hicieron posible la emergencia de aquellos populismos así como algunas de sus características y consecuencias más sobresalientes. Nos servirá para contrastarlas más adelante con las condiciones y características de los populismos actuales.
Los primeros populismos latinoamericanos nacieron de una combinación de condiciones que vale la pena recordar:
a) Una crisis económica, social y política de las repúblicas oligárquicas provocada en parte por el deterioro del valor de las exportaciones, en parte por la incapacidad de los gobiernos de conferir identidad y de incluir socialmente a las masas populares y en parte por la crisis de representación política y la deslegitimación social de los gobiernos oligárquicos;
b) Unos Estados y naciones incompletos, que no son capaces de controlar y articular sus vastos territorios ni de incluir y conferir identidad nacional a su población en crecimiento;
c) Una institucionalidad política y económica formal muy débil, incapaz de adaptarse e integrar a los nuevos actores sociales y de generar nuevas reglas del juego más inclusivas y eficientes.
Dándose este tipo de condiciones, entonces, como hoy, el nacional populismo apela y moviliza al pueblo contra la oligarquía y el imperialismo –considerados socios entre sí y enemigos del pueblo ambos– no para hacer ninguna revolución socialista –el populismo no es anticapitalista– sino para refundar el Estado y construir la Nación desde el pueblo, por el pueblo y para el pueblo. El pueblo y los movimientos sociales en que se expresa pasan a ser el nuevo icono político. No se trata de universalizar un estatus jurídico de ciudadanía. Los derechos que se quieren conquistar y garantizar no son derechos individuales –considerados como liberales y burgueses– sino los derechos colectivos del pueblo. El sistema político que se vislumbra no quiere representar ciudadano/as sino que se considera como “la autorrepresentación política del pueblo a través de los movimientos sociales”. De todo esto se derivan varias características:
1) Una primera es la enfatización de todos los aspectos simbólicos, comunicacionales, emotivos y hasta de espectáculo. Se trata de expresar dramáticamente que existe una ruptura con la oligarquía vendepatria y con el imperialismo declarados ambos enemigos permanentes a los que nunca se acaba de vencer. Frente a la corrupción alegada del régimen político anterior se hace ostentación de austeridad y honestidad –que en ausencia de instituciones no suele resistir el paso del tiempo–. Se cuestiona el racismo y el clasismo preexistentes aunque no necesariamente se les supera. Se polariza y tensiona a la sociedad propalando imágenes de lucha entre el pueblo y la oligarquía, entre nosotros y los otros, llevándose las cosas a nivel de escisión civil. Todo lo cual adquiere mayor espectacularidad dramática por el carácter mediático de las sociedades actuales.
2) Una segunda característica de los populismos clásicos es la preeminencia concedida a los movimientos sociales sobre las estructuras más formales de partidos y sindicatos. Los sistemas populistas se apoyan en la articulación de coaliciones distributivas integradas por una diversidad muy amplia de actores sociales todos ellos considerados como expresión directa del pueblo: movimientos sociales muy diversos, sindicatos alineados con el régimen populista, grupos empresariales que acompañan el proceso, funcionarios nuevos que pasan a ocupar los empleos públicos, dirigentes y trabajadores de las empresas nacionalizadas o protegidas, gremiales varios subvencionados, campesinos que han obtenido tierras de la reforma agraria o que esperan obtenerlas… El populismo trata de desarrollar un sistema de corporativismos que trence toda la estructura social. En realidad el sistema populista no concibe a la persona como ciudadano dotado de derechos sino como miembro de un movimiento o corporación sin la pertenencia y subordinación al cual no se darán condiciones para el desarrollo personal.
Así las cosas, los populismos tienden a utilizar el clientelismo político como método de acción política. No todos los clientelistas son desde luego populistas. Pero los populistas siempre son clientelistas. Su servicio al pueblo consiste en distribuir discrecional y selectiva- mente bienes y servicios principalmente a través de las organizaciones sociales que soportan el régimen, cuyos dirigentes acaban siendo cooptados y subordinados al poder político populista. Las dirigencias de los movimientos políticos en los que se dice que se expresa el pueblo siempre acaban siendo capturadas e instrumentalizadas a través del clientelismo. El mito del gobierno populista como autorrepresentación política del pueblo tratará de cerrar el círculo de legitimación. Obviamente sólo con muy bajos niveles de cultura política puede pasar todo esto, pero en América Latina no andamos faltos de estos mínimos culturales y es de ellos, a los que suelen pertenecer los más pobres y excluidos, de donde trata de nutrirse el populismo.
Una nueva característica de los populismos coherente con todo lo anterior es su ambigua relación con la democracia representativa y la naturaleza fuertemente personal y discrecional del liderazgo populista. Los populistas nunca han considerado que el pueblo se exprese ni exclusiva ni principalmente a través de las elecciones ni que el poder popular se ejerza tan sólo a través de las instituciones. Los populistas manejan una ambigüedad muy consciente sobre la democracia representativa. No se trata de completarla con la democracia participativa, lo que sería una demanda de la izquierda reformista. Los populistas se reservan el derecho a invocar al pueblo como titular último de la soberanía nacional cada vez que las instituciones de la democracia formal amenacen con desviarse de la “verdadera” voluntad popular. Si las cosas van bien para el gobierno populista, éste mantendrá a los movimientos sociales alimentados clientelarmente y sólo movilizados para los actos simbólicos. Cuando las cosas vayan mal, el pueblo volverá a las calles, plazas y caminos para enderezar las desviaciones de las instituciones políticas capturadas circunstancialmente por los enemigos del pueblo o en riesgo de serlo. Cuando todo se deteriore, se hará evidente que pocas palabras como “patria” y “pueblo” han llegado a ser coartada o refugio de tantos canallas. Valga una cita del bueno de Stalin que el 4 de mayo de 1935, dirigiéndose a los futuros oficiales del Ejército Rojo, les decía: “De todos los capitales valiosos que existen en el mundo, el más valioso y el más decisivo es el pueblo”.
El populismo no puede vivir sin un liderazgo fuertemente personal y discrecional. Ello se debe a que las instituciones políticas formales quedan extraordinariamente debilitadas al tener que convivir con organizaciones y movimientos sociales situados fuera de su lógica. Entonces los conflictos entre los actores de la coalición que sostiene al populismo no son mediados ni resueltos institucionalmente sino por el liderazgo personal y discrecional del Presidente populista. Éste tenderá a no crear instituciones asignadoras de poder y solucionado- ras de conflictos entre actores para no hacerse prescindible. El populista es todo lo contrario al Príncipe de Maquiavelo que le aconsejaba hacerse prescindible creando instituciones. No tiene nada de la grandeza de Napoleón quien afirmaba: “Los hombres no pueden fijar la historia, sólo las instituciones pueden hacerlo”, y se dedicó a crearlas y duran hasta hoy. Los líderes populistas latinoamericanos sólo anduvieron estos caminos de manera muy incompleta e imperfecta.
¿Son diferentes los populistas actuales? Algunos creen que los populistas de hoy sólo son nuevos de puro viejo. Pero no es cierto. Nada pasa en balde. En primer lugar, América Latina ha conquistado unos niveles de democracia y cultura democrática que, aun siendo muy incompletos, tienen difícil retorno. América Latina se halla insatisfecha no con “la” democracia sino con la democracia específica que vive. La crisis latinoamericana, como se ha dicho, no es con sino en la democracia. Los populismos actuales mantienen desde luego toda la ambigüedad de los viejos populismos en relación a la democracia representativa. Pero necesitan legitimarse electoralmente y respetar un mínimo de pluralismo político. Cuando vengan momentos difíciles pondrán en riesgo los mínimos de institucionalidad democrática, pero habrán de contar con una resistencia civil democrática impensable en tiempos del primer populismo.
En segundo lugar, los actuales populistas parecen haber abandonado lo que Sebastián Edwards y otros han llamado la “macroeconomía populista”. Ahora vigilan la inflación y el déficit y tratan de ganar respetabilidad internacional manteniendo la autonomía del Banco Central. Pero esto va contra la lógica populista de instrumentalización política de toda la institucionalidad, incluida la económica. De este modo a veces no se resiste a la tentación de sustituir la autonomía de las instituciones por una mímica de autonomía que no acaba de engañar a nadie y que desde luego no resistirá una coyuntura económica seriamente desfavorable. Lo que los populismos actuales no parece que puedan iniciar es el desarrollo de nuevas capacidades productivas basadas en una multiplicación de nuevos empresarios y empleados de alta productividad. Para ello tendrían que crear las condiciones institucionales y las políticas económicas adecuadas y oportunas, las cuales pasan por conceder autonomía y reglas de juego ciertas, es decir, por generar una institucionalidad que no parece compadecerse con las exigencias de supervivencia a largo plazo del populismo.